Miguel Ángel Valero
En la Francia rural de 1889, una maestra parisina, Louise Violet, es destinada a una aldea remota con la misión de implantar la enseñanza pública, laica y obligatoria. En un lugar donde la vida gira al ritmo de las estaciones y el trabajo de la tierra, la llegada de la profesora choca con la desconfianza de las familias: los niños deben quedarse para ayudar en las cosechas y la escuela se considera prescindible.
Primero deberá convencer a los padres para que envíen a sus hijos a la escuela. Con paciencia, vocación y firmeza (y con la ayuda interesada del alcalde), Louise se gana poco a poco la confianza del pueblo y logra abrir la primera escuela, un cambio que transformará la vida de los niños y de la comunidad. Pero pronto su pasado la alcanza.
El resumen del argumento de La primera escuela no hace justicia a la película dirigida por Éric Besnard (también es el autor del guion), con Alexandra Lamy, Grégory Gadebois, Jérôme Kircher, Jérémy Lopez, Patrick Pineau. Sus 109 minutos se hacen cortos para este canto al poder de la educación y a la vocación de la enseñanza. Estoy casado desde hace 33 años con una profesora vocacional (y también investigadora frustrada), y sé de lo que escribo.
Una impresionante Alexandra Lamy se transforma, sin necesidad de grandes discursos ni gesticulaciones, en una mujer que defiende el acceso a la educación, el derecho a aprender. Lo hace con pulso sereno, alejándose de lo meramente emocional, aunque sin renunciar a conmover, pero huyendo de un retrato almibarado de la vida campestre. Simplemente con empatía.
La película, que llegó a los cines españoles de la mano de A Contracorriente Films, se caracteriza por la sobriedad del relato, que parece hecho por alguien que evoca a la maestra que transformó su vida.
Muestra la lucha de una maestra por llevar la educación a un pueblo, muy atado a su modo de vida tradicional (y donde los hijos son mano de obra barata, casi esclavos).
No es una película innovadora. Todo lo contrario. Cuenta de una forma amable cómo la educación transforma, es capaz de vencer al peor de los miedos, el pavor al cambio. Y lo hace gracias a la paciencia, a las pequeñas victorias que llevan al triunfo final, pese a la desconfianza de los padres, el miedo de los campesinos (muy bien retratados, con sus miradas recelosas, las manos curtidas, la enorme testarudez), que perciben cualquier avance social como amenaza.
Ayuda la fotografía, muy cuidada, que retrata la progresión de las estaciones, una metáfora de la atmósfera en el pueblo. La luz natural capta las texturas del paisaje rural, tan inclemente en invierno como prometedor en primavera.
Y un gran trabajo por reconstruir tanto las formas como el espíritu de la época. Desde el modesto vestuario hasta las miserables viviendas, todo transmite la dureza de la vida rural que la escuela contribuirá a transformar. Las aulas mínimas, los interiores austeros, todo contribuye a hacer creíble la implantación de la escuela como un pequeño acto revolucionario que se logra desde la serenidad, evitando la confrontación.
La mano del director y guionista se percibe en el ritmo lento con el que transcurre la historia, la gradualidad con la que se producen los cambios, la progresiva transformación, sin grandes enfrentamientos ni momentos dramáticos, convenciendo a unos y a otros desde la tranquilidad.
El resultado es una historia que interesa al espectador desde el primer momento, que conmueve desde la sencillez (los efectos especiales brillan por su ausencia) y desde la serenidad, que proclama el avance que supuso en un pequeño pueblo de la Francia de finales del siglo XIX la llegada de verdad de la educación universal.
Y todo gracias a una maestra llegada desde París para abrir en la aldea una ventana hacia el futuro.