Miguel Ángel Valero
El Fondo Monetario Internacional estima que la deuda pública mundial alcanzará el 100% del PIB en 2029, el mayor nivel desde 1948. La institución ha lanzado una advertencia a EEUU, instándole a ordenar sus cuentas “más pronto que tarde”, ya que registra el mayor déficit estimado entre las economías avanzadas, con un -7,4% del PIB, y una deuda del 125 %, que podría aumentar hasta el 143% en 2030.
En contraste, la Eurozona presenta unas finanzas públicas más equilibradas, con déficits proyectados del -3,2 % en 2025 y del -3,4 % en 2026. Dentro de las cuatro principales economías europeas se observan dinámicas distintas:
Llevamos décadas viviendo como si la deuda no tuviera consecuencias. Gobiernos, empresas y familias se han acostumbrado a un modelo que confunde crecimiento con endeudamiento, estabilidad con intervención y bienestar con dinero barato. Pero los grandes ciclos de deuda, como explica Ray Dalio en su libro “How Countries Go Broke, siempre terminan de la misma forma: con una crisis que obliga a empezar de nuevo.
John Mauldin nos recuerda que los países no se arruinan de golpe, lo hacen lentamente, siguiendo un patrón tan antiguo como predecible. Primero llega la prosperidad, luego el exceso, después la complacencia, y finalmente, el ajuste. Y aunque cada generación promete no repetir los errores del pasado, siempre lo hace. Porque la historia económica nos demuestra que sus actores no son capaces de escapar de la combinación sistemática de una memoria cortoplacista (esta vez es diferente) con un endeudamiento crónico (mantener el nivel de bienestar a cualquier precio).
Durante la mayor parte del siglo XX, el sistema financiero vivió bajo reglas relativamente estables. Desde 1945 hasta 1971, el patrón oro de Bretton Woods imponía límites al crédito. Pero cuando Nixon cerró la “ventana del oro”, el dinero dejó de tener anclaje físico: nació la era del dinero Fiat. Desde entonces, nuestro sistema se ha sostenido sobre una promesa: que los bancos centrales podrán manejar el ciclo controlando los tipos de interés. Durante décadas funcionó. Cada crisis se resolvía bajando los tipos, inyectando liquidez y estimulando el crédito.
Pero en 2008, tras la Gran Crisis Financiera, ese mecanismo se agotó. Los tipos llegaron a cero y el sistema amenazaba con colapsar. Entonces se abrió una nueva puerta: la de la monetización de deuda. Los bancos centrales empezaron a comprar bonos, luego activos financieros, e incluso acciones. La medida se creó con la idea de que fuese una herramienta excepcional para revertir una de las peores crisis que se recuerdan, pero con el tiempo se convirtió en la normalidad.
La pandemia de 2020 llevó el experimento un paso más allá. Los gobiernos y los bancos centrales coordinaron por primera vez una respuesta conjunta: gasto público masivo financiado por dinero recién creado. El resultado fue una avalancha de liquidez que evitó una depresión a raíz del COVID, pero trasladó una parte enorme de la deuda privada al balance de los Estados. Desde entonces vivimos en esa cuarta fase del ciclo: deuda pública disparada, déficit estructural y una dependencia total de la confianza del mercado.
Según Ray Dalio, ahora toca la fase de “desapalancamiento”, porque llega el momento en que la deuda total supera la capacidad del sistema para sostenerla, y ni siquiera imprimir dinero basta para mantener la ilusión. Ese punto puede desarrollarse de dos maneras: lentamente, con una inflación que erosiona el valor de la moneda, o bruscamente, con una crisis financiera que fuerza la reestructuración. En ambos casos, el desenlace es el mismo: pérdida de riqueza real y un nuevo orden monetario.
Es a lo que Dalio se refiere con dos formas de afrontar el final: o bien el camino caótico, basado en la austeridad, los impagos y una recesión económica. O bien el camino más equilibrado, al que llama “un desapalancamiento bello” donde se combina la reestructuración de deuda (que enfría la economía) con una dosis controlada de inflación (que la estimula). Si se logra el equilibrio justo, el crecimiento nominal supera el coste de la deuda y el sistema puede renacer.
Aunque esta última opción suena bien, ningún país ni generación ha conseguido hacerlo sin atravesar por una crisis que provoque grandes daños, porque incluso por esta vía, la reestructuración castiga a los inversores, la inflación castiga a los ahorradores y mientras tanto el Estado castiga a los contribuyentes. Todos pierden algo, porque cuando la deuda crece más rápido que la productividad, no hay soluciones, solo diferentes formas de ajuste y sufrimiento. Pero incluso si se adopta la solución menos mala, para lograrlo harán falta decisiones impopulares, disciplina fiscal y un uso verdaderamente productivo del dinero público. Si seguimos creyendo que se puede crecer gastando lo que no se tiene, acabaremos repitiendo la historia una vez más.
El mundo desarrollado avanza hacia ese punto. La deuda pública estadounidense ya supera el 120% del PIB, Europa sigue financiando déficits eternos y Japón convive con un banco central que es dueño de la mitad del mercado. Creemos que los bancos centrales siempre podrán resolverlo, pero el margen de maniobra se estrecha. Los ciclos de deuda no se detienen con promesas ni discursos. Se detienen afrontando la realidad, y lo cierto es que esa realidad se acerca deprisa.
"La fase final del ciclo está marcada por ese momento en que el sistema se sostiene básicamente solo por la fe, y la fe, como la confianza, no es infinita", avisa el analista Pablo Gil en The Trader.