06 Dec
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Miguel Ángel Valero

Europa vive una situación que debería encender todas las alarmas. No por lo que ocurre exactamente en los frentes de Ucrania, donde Rusia intensifica la presión militar en un momento crítico, sino por algo aún más preocupante: las decisiones que marcarán el futuro del conflicto ya no se están tomando ni en Kiev ni en Bruselas, sino entre Washington y Moscú. El nuevo marco de negociaciones impulsado por Estados Unidos (con su enviado especial Steve Witkoff viajando de nuevo a Moscú para reunirse con Vladímir Putin sin lograr avances relevantes) ha dejado al descubierto una realidad incómoda. Dos grandes potencias discuten cómo cerrar la guerra en Ucrania mientras la Unión Europea (UE) observa desde la barrera. Europa está dentro del conflicto, pero fuera de la sala donde se decide su desenlace.

Esta sensación de irrelevancia recuerda inevitablemente a otras épocas de la historia europea. Muchos analistas han comparado este enfoque con el pacto Molotov-Ribbentrop (el acuerdo de no agresión firmado en 1939 por la Alemania nazi y la Unión Soviética de Stalin para repartirse Europa del Este) no por afinidades políticas, sino porque demuestra una idea de fondo: las grandes potencias vuelven a moldear el mapa europeo sin su participación. Es un paralelismo que incomoda, porque evidencia la fragilidad estratégica de un continente que durante décadas vivió bajo la convicción de que las reglas, la diplomacia y los acuerdos serían suficientes para estabilizar el mundo.

Pedir a la Unión Europea que ejerza poder geopolítico es como pedirle a un futbolista de élite que juegue un partido de rugby. La UE nació para garantizar la paz interna, para evitar que los europeos volvieran a enfrentarse entre sí. Y esa misión la ha cumplido excepcionalmente bien. Pero no nació para proyectar poder militar, para imponer líneas rojas, ni para competir en un mundo que ya no se rige por los mecanismos que Europa domina, sino por la lógica del poder duro. De ahí el contraste: mientras Bruselas debate, Washington actúa. Mientras la UE discute entre Estados miembros, la Casa Blanca negocia directamente con el Kremlin y decide qué elementos debe incluir el plan de paz, incluso a riesgo de incomodar a sus propios aliados. Europa reacciona; no dirige.

Esta falta de influencia no se muestra solo en Ucrania. También se ve en otro terreno clave: el control de las materias primas estratégicas. Las tierras raras son el nuevo petróleo militar y tecnológico, esenciales para drones, motores eléctricos, sensores y sistemas de defensa. China controla más de dos tercios de la producción mundial, y ya ha demostrado que está dispuesta a convertir ese dominio en un arma geopolítica. La respuesta de EEUU ha sido rápida, contundente y estratégica: inversiones públicas en minas nacionales, participación directa en empresas clave y garantías de precio a largo plazo para asegurar la cadena de suministro. Mientras tanto, Europa se limita a declaraciones, proyectos piloto y retrasos regulatorios.

Los proveedores lo explican con una claridad demoledora. A un cliente estadounidense pueden venderle un lote de tierras raras en tres días. A uno europeo le lleva tres semanas. El primero sabe qué necesita, cuánto, cuándo y para qué. El segundo llega tarde, paga más caro y suele quedarse sin stock. Es una diferencia operativa que, en realidad, revela una diferencia estratégica. 

Europa está quedándose atrás en todos los frentes que definen el poder en el siglo XXI: defensa, tecnología, materias primas críticas y capacidad de decisión internacional. El resultado es una paradoja amarga. La UE es uno de los mayores bloques económicos del mundo, pero ha perdido la capacidad de influir en las decisiones que afectan directamente a su seguridad.

"La pregunta no es si la UE quiere ser un actor global. La verdadera pregunta es si podrá serlo antes de que sea demasiado tarde. Porque el mundo ha cambiado, y ya no se juega con las reglas europeas. Y mientras Europa sigue confiando en su arquitectura burocrática y en su diplomacia de consenso, las grandes potencias vuelven a hablar el lenguaje del poder. Uno del que la UE se desconectó hace décadas. Lo inquietante es que esta desconexión ya no es una amenaza teórica. Es la situación actual. Y cada día que pasa, Europa se sienta un poco más lejos de la mesa donde se decide su propio futuro", advierte el analista Pablo Gil en The Trader.

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