28 Dec
28Dec

Miguel Ángel Valero

Alemania ha vivido durante décadas de un modelo que parecía inamovible: energía barata, industria exportadora fuerte, una automoción hegemónica y una disciplina fiscal que se vendía como ejemplo para toda Europa. Aquella combinación ya no existe. Y lo más inquietante es que Alemania debe reinventarse justo cuando su entorno político, económico y geopolítico hace que cualquier error sea más costoso que nunca.

El repunte de la producción industrial es una buena noticia, pero no cambia el diagnóstico: el viejo modelo está agotado. La industria química trabaja al 70% de su capacidad, la manufactura pierde peso y la ventaja competitiva de Alemania se erosiona. El país necesita un giro profundo hacia tecnologías limpias, digitalización y autonomía energética, pero ese giro requiere un consenso político que hoy no existe.

Y mientras Alemania discute consigo misma, dos amenazas externas presionan sin descanso.

La primera es China. Durante años fue un socio estratégico y un mercado clave para los fabricantes alemanes. Hoy se ha convertido en su principal rival sistémico. China exporta coches eléctricos a un ritmo que trastoca todo el equilibrio europeo, ofreciendo precios y volúmenes que la industria alemana no puede igualar sin una transformación acelerada. Los gigantes del automóvil alemán, que durante décadas marcaron el estándar global, se enfrentan ahora a un competidor que domina la cadena tecnológica y que cuenta con un respaldo estatal masivo. Para Alemania, es un choque frontal con su industria más emblemática.

La segunda amenaza es la guerra provocada por la invasión rusa de Ucrania. Berlín ha tenido que abandonar, casi de un día para otro, la comodidad estratégica que sostuvo durante décadas. Requiere miles de millones en defensa, en munición, en apoyo logístico y en un rearme que choca directamente con su tradicional aversión al gasto militar. Alemania tiene que reindustrializarse y rearmarse al mismo tiempo. Y eso es algo que no había tenido que hacer desde la posguerra.

A todo ello se suma un problema silencioso, pero clave: la pérdida de rigor fiscal. Las reglas que durante años definieron el ADN económico alemán se han ido flexibilizando una y otra vez, primero para capear crisis, luego para responder a la pandemia, después para amortiguar la crisis energética. La “Schuldenbremse”, el freno de deuda ha dejado de ser un pilar y ahora es un obstáculo para un Gobierno que necesita gastar, pero que ya no sabe justificar ante sus ciudadanos por qué todo lo que antes era imposible hoy se vuelve urgente.

Alemania debe cambiar de modelo económico en el peor momento posible: con una industria que pierde competitividad, un Gobierno incapaz de alinearse y una guerra que exige cada vez más recursos en un contexto en el que el socio estadounidense, que durante décadas financió buena parte de la seguridad europea, ha decidido que su compromiso tiene límites. 

"Alemania se enfrenta a un dilema histórico: cambiar rápido o perder centralidad. El problema no es solo económico, es estratégico. Sin un nuevo modelo industrial y energético, Alemania dejará de ser el ancla de Europa. Y si Alemania se debilita, el proyecto europeo entra en una fase mucho más incierta", advierte el analista Pablo Gil en The Trader.


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